Tarde en blanco con una descastada corrida de Adolfo Martín
El descastado y deslucido juego que dieron los toros de la ganadería de Adolfo Martín condicionó para mal el resultado artístico de la segunda corrida del abono de Fallas, celebrada en Valencia.
El capítulo torista de la feria de Fallas se reducía a la corrida de Adolfo Martín, los otros victorinos, una ganadería con fama de dura entre los aficionados más exigentes y que embarcó para Valencia un encierro de impecable presentación.
Fueron seis -siete, contando con el sobrero- toros todos cinqueños, de buena lámina, bajos de hechuras, con seriedad en las cabezas y de pelo cárdeno en mayor o menor intensidad.
Pero quizá fuera sólo en eso, en la presentación, en lo único en que cumplieron con las expectativas del escaso público, porque tan buenos continentes demostraron en el ruedo estar casi vacíos de contenido.
A la corrida le faltó precisamente eso: casta y fondo de bravura. Casi sin excepción, todos se fueron desinflando apenas salían al ruedo, sin empujar en serio a los caballos y llegando al último tercio con muy escasos bríos, sin fuerza ni raza.
Alguno llegó a defenderse y se quedó corto por esa falta de fuerzas, pero sus complicaciones tampoco significaron mayor amenaza para los toreros. Hasta el mejor toro de la corrida, que fue el tercero, tuvo una nobleza demasiado dulce, casi bobalicona, que le restó vibración al trasteo de un Javier Castaño que siempre mantuvo con él ciertas e inexplicables precauciones.
Después de dejar a su cuadrilla protagonizar su ya habitual show banderillero -que esta vez le costó una fea voltereta del sexto a David Adalid- Castaño no terminó de entenderse ni con el toro destacado ni con un sexto también noble pero endeble y enseguida a menos.
Por su parte, Rafaelillo quiso siempre encauzar su labor por la vía de la épica, estuviera o no justificada. El primero, flojo de riñones, le pedía algo más de delicadeza, pero el torero murciano se enfrascó en una pelea individual para conectar con los tendidos y, tras una buena estocada, dar una benévola vuelta al ruedo.
Fue el cuarto, el de mayor peligro del encierro, el que sí exigió de Rafaelillo una mayor tensión lidiadora, puesto que a medida que le plantó cara comenzó a desarrollar peligro y a cortar sus embestidas sin permitirle más que poner voluntad en el empeño.
Una técnica más sutil utilizó Fernando Robleño con el segundo. En concreto, el madrileño puso suavidad, sinceridad y temple a todo lo que le planteó a un astado sin voluntad alguna de emplearse en las embestidas y que, parado finalmente, no agradeció nunca las facilidades que le dio su matador.
El quinto, también muy flojo de cuartos traseros, acabó absolutamente desfondado en apenas unos minutos desde que Robleño le puso la muleta por delante. Y así, con algunos sobresaltos pero sin ninguna emoción, pasó en blanco la segunda de las Fallas, la única concesión al torismo.
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