Curro Romero cumple 90 años: "Con los toros de ahora yo no sería torero"
Toros
Curro Romero se convierte en nonagenario como decano de los toreros sevillanos y sin haber abdicado de su condición de Torero de Sevilla
‘Aromas de Romero’, el libro de la firma Arjona sobre Curro Romero en la Fundación Cajasol
Noventa años de aquel 1 de diciembre que en la calle del Ángel de Camas venía al mundo un torero único. Un torero que iba a adueñarse del corazón de Sevilla desde aquel domingo de mayo de 1957. Amenazaba lluvia y no tenía la luminosidad de mayo aquel último domingo del mes de las flores. Desde mediodía el tranvía de La Pañoleta iba dejando cameros en el Barranco porque iba a producirse el debut del hijo de Andrea en la del amarillo albero. Qué lejos se estaba de imaginar la dimensión que adquiriría con el tiempo ese talludito veinteañero en el corazón de Sevilla, España y el Universo. Hay quien dice que el noviazgo que vivió Sevilla con el hijo de Andrea se fraguó nueve años después con los urquijos de la Ascensión de 1966, pero quienes tuvimos la suerte de vivirlo podemos decir a boca llena que ese domingo 26 de mayo de 1957 es donde nació tan indisoluble relación.
Se había ido Pepe Luis seis años antes y no salía quien ocupase ese sitio privilegiado de ser el torero de Sevilla. Antes que Pepe Luis había disfrutado de ese sitial Chicuelo, que con su forma de hacer las cosas había servido de paliativo con el que sobrellevar el luto por la ausencia de aquella rivalidad única que protagonizaron Juan y José. La tragedia de Talavera hizo que la Edad de Oro del toreo finalizase antes de lo deseado y fue otro alamedero el que sucedería a los duelos entre aquellos dos colosos.
Y así estamos en que este domingo de mayo, con media Camas por el Arenal íbamos a asistir a un hecho que resultaría el arranque de una nueva era en el mundo del toro. Se anunciaba una novillada de Benítez Cubero para Romerito, el portugués Trincheira y un tal Curro Romero, un camero del que hablan y no acaban y que ha entrado en el cartel por una lesión de Mondeño. Y no dejan de acudir cameros al hotel Cecil Oriente para darle la mano al debutante, mientras en una silla está, muy usado por otros, el blanco y oro y en otra mataba los nervios Paquito el Panadero, el primer currista y hombre que sería con el tiempo presidente perpetuo de su peña.
Y sí, con el novillo Radiador empezó esta hermosa historia de amor entre una ciudad y un torero. Una historia que ha sobrevivido a la carrera de un torero único y que, fiel a su forma de ser, se fue sin decir nada en un mediodía de octubre del año 2000 en una plaza de carros. Fueron cuarentaitrés años de una relación que hasta fue revestida con ropajes de religión por una sentencia judicial. Antes de Radiador quedaban las grandes duquelas en Gambogaz, los lances al aire del campo del Camas de la mano de Salomón Vargas, los sueños compartidos con El Pío y con Marqueño, las lecciones de aquel mago de la brega que fue Gabriel Moreno, las noches de insomnio de doña Andrea y la alegría que iba a llevarse el padre cuando supo qué había pasado en la Maestranza.
El hecho de que un niño de sólo doce años viese el debut de Curro Romero se debe a la casualidad. La amistad existente entre su madre y Tomasa Delmás, la esposa de Pedro Fernández Conradi, el farmacéutico que le había dado trabajo a Curro, fue el detonante. Y dicho farmacéutico en sus visitas a la casa de dicho niño en la calle Goles no paraba de contarle al padre las excelencias de su empleado con capote y muleta. “Me dicen que si lo que hace de salón en el campo del Camas es capaz de hacérselo a los toros será figura grande”. Y, claro, aquel 26 de mayo, todo fue que se anunciara a Curro Romero para que padre e hijo fuesen a verlo.
Cuando rodó el sexto novillo de la tarde, Radiador, la voz tronante de don Carlos Núñez resonó en el tendido: “¡Ha resucitado Antonio Montes!”, gritaba el dueño de Los Derramaderos. Al día siguiente en Los Corales, Rafael el Gallo le decía a Juan Belmonte: “Juan, me dicen que ese chaval de Camas tiene cosas tuyas y mías”. El Pasmo le contestó sin inmutarse y manteniendo la mirada en el infinito: “Qué va. No tiene nada tuyo ni mío, todo lo que trae es suyo”. Y cuando Rafael, al fin, lo vio fue tajante: “Este ya mismo se pone en treinta mil duros por tarde”. Desde aquel domingo lluvioso de mayo, Sevilla y Curro Romero vivirían una historia de amor que fue tórrido hasta en aquellos años de almohadillas y rollos de papel higiénico.
Triunfó con rotundidad en su primera Feria, la de 1959, que también fue la primera que montó Diodoro Canorea. El toro Gallego, de Peralta, sería fundamental para entrar definitivamente en el corazón de Sevilla y a la par de la pasión que alumbraba a la sombra de la Giralda fue germinando una pasión igual de incondicional y de una intensidad volcánica fuera. Madrid, tan reacia siempre a asumir lo que mandaba Sevilla, no tuvo remilgos para abrazar también la fe romerista. Y así arrancan los sesenta y en su inicio atraviesa por primera vez la Puerta del Príncipe a hombros. Es Corpus del 60, sale flanqueado por Manolo González y Jaime Ostos, no pasa nada y forma un escándalo en el sobrero tras más de veinte lances a la verónica con los que le dio tiempo de parar los relojes para rescatar ya en la calle a un picador que se dirigía a la fonda.
En esa Feria de 1960 no estaba anunciado y Sevilla estalló en un clamor popular que obligó a Canorea a aumentar el ciclo en dos corridas para dar cabida al que ya era el novio torero de Sevilla. La década de los sesenta está plagada de cimas y de simas y en el Corpus del 64 mata a un toro por el costado, un cardenito de Santa Coloma con el que no se entendió y que se lo quitó de en medio en un santiamén ante la perplejidad de unos tendidos que tardaron en darse cuenta. La bronca fue de época, pero su primera resurrección estaba en marcha. Tras aquella infausta corrida en Sevilla, Camará rompió con él y llegó a su vida José Ignacio Sánchez Mejías. Fue en bendita la hora, ya que de la mano de José Ignacio, Málaga testificó dos apoteosis que aún se rememoran por La Malagueta. Nuevamente en alza, la Maestranza será escenario nuevamente de las excelencias de su torero en San Miguel, Tarde más lluviosa aún que la de su debut y paseíllo con el Benítez y el mexicano Gabino Aguilar para matar una corrida de Manuel Camacho. Vestido de purísima y oro, Curro redondeó la que ha podido ser su faena más maciza. “Quizá haya sido esa faena la que más adentro me llegó de cuantas cuajé en Sevilla”, me confesaba años después mientras tomábamos una sauna en el hotel Pasarela.
Demasiadas confesiones entre el ídolo y el partidario. Una habitación en el Colón, esa sauna del Pasarela, nuestras connivencias en aquella tertulia que atendía por Sanseacabó y ahora en su casa a un naranjazo de La Pañoleta mientras ve pasar los días arropado en la atención siempre eficaz de Carmen, la mujer que le alargó la carrera mediante inyecciones de ilusión. Y así lucha a machetazos con el implacable paso del tiempo. Su distracción favorita es ver tenis y más tenis salvo si en la tele dan toros en los que esté Morante, su predilecto Urdiales o esas dos ilusiones que como antes con Pepe Luis son Juan Ortega y Pablo Aguado. Hoy cumple noventa años y, entre silencio y silencio, se sincera con un rotundo “con el toro de hoy ni se me habría ocurrido ser torero”.
Ya no fuma como entonces, como en aquella tarde con los urquijos de la que recuerda que fue “con el sexto con el que verdaderamente me sentí y fue con el capote”. Un ramillete de verónicas que remató con la larga cordobesa y esa larga cordobesa de Curro la explicaba así José Bergamín: “El torero en la larga no se larga, se queda, y no se queda corto ni largo, sino justo, exacto, medido, fatal”. Faenón con la muleta que superó a todas las demás obras y cuando lo mata de estocada fulminante se abronca al palco por no darle el rabo. Tres vueltas al ruedo en hombros de fervorosos aficionados, no de costaleros mercenarios, y así por la Puerta del Príncipe y por Reyes Católicos hasta el Hotel Colón.
Es Curro Romero echando la vista atrás y siempre mirándola de frente, sentenciando sin pretenderlo, dando continuas lecciones de vida como en aquella primera llamada a Morante la tarde del rabo rompiendo el hielo de una relación no siempre fluida. Ha pasado casi un cuarto de siglo de aquel mediodía en una plaza de carros y su legión de partidarios se incrementa a diario, algo que ya le vaticinó Manuel Cisneros, su apoderado tras la retirada. “Manuel, ya podré salir tranquilo a la calle sin que haya bullas”. “Que te crees tú eso”, le contestó Cisneros. Y es que en este torero único se da la circunstancia de que su legión de fervorosos admiradores se incrementa a diario por gente que jamás lo vio torear. Hoy cumple noventa años y su cabeza sigue clara, desde que en abril nos dejó Rafaelito Chicuelo es el decano de los toreros sevillanos y que dure lo que tenga que durar, conque muchas felicidades Faraón, querido amigo.
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