Comiendo se entiende la gente
Maica Rivera viaja a Río de Janeiro con motivo de los Juegos Paralímpicos y comparte con los deportistas cordobeses las sensaciones culinarias del país.
HACE unos días les escribía sobre cómo alimentaba Córdoba a sus deportistas. Sobre la importancia que tiene el tema culinario en nuestra tierra. Si recuerdan, les hablaba no sólo de los platos típicos, sino de las marcadas raíces romanas, árabes o fenicias… En esta ocasión les escribo desde la otra parte del mundo, desde los Paralímpicos de Río de Janeiro. Aquí la gastronomía es tan diferente a la nuestra que prácticamente no comemos nada parecido.
En apenas 48 horas que llevo aquí, he probado la carne de sol -se llama así porque permanece bajo la exposición del astro rey al menos durante cuatro días-, el acarayé, una especie de pan a base de frijoles y cebolla que se fríe luego en aceite de palma, o los afamados pães de queijo, que son unos panes diminutos rellenos de queso mina, una tipología muy típica en este lado del charco. Ya saben que soy de comer más bien poco, así que de momento no me ha dado tiempo a más, aunque me han recomendado que pruebe la feijoada, un manjar a base de frijoles negros y carne que está considerado el plato nacional por excelencia.
Pero permítanme que les diga que en la mayoría de ocasiones no es la comida lo que más importa. Le doy más relevancia a la compaña, a esas personas con las que compartir charla mientras los nuevos sabores y las estrenadas sensaciones culinarias de un país lejano se van consumiendo a golpe de vivencias. Y es que en plenas Paralimpiadas no es extraño encontrarte con un saco de historias sin fondo de las que emocionan a cualquiera que tenga esa cosa roja en el lado izquierdo del pecho.
Paseando por los alrededores de la Villa Olímpica, he tenido la oportunidad de ver muy de cerca el ambiente tan positivo que corre entre los deportistas y, cómo no, he querido conocer a algunos para poder contar historias, pero no anécdotas o experiencias, contar realidades, ejemplos de superación, vivencias tan impresionantes que no das crédito por mucho que quieras pensarlo.
Acabo de comer con dos protagonistas cordobeses de estos Juegos de Río. No teníamos flamenquines ni salmorejo, pero sí tucupí y un suave moqueca de peixe, algo ligera la comida, pero sus sabores son muy intensos (en ocasiones abusan del cilantro, la leche de coco y el aceite de palma). El primer protagonista, Alfonso Cabello, ya les he hablado en alguna ocasión de él, joven, preparado, cordobés hasta el fin de sus días aunque tenga que pasar largas temporadas fuera de su hogar… Cuando lo miras a los ojos ves la ilusión de un niño, detectas velozmente las ganas que tiene de comerse el mundo, de lograr retos, metas, cimas o el nombre que ustedes le quieran dar. Alfonso es sano por dentro y por fuera. Cuando charlamos sobre qué significa para él renunciar a tantas cosas por el deporte de elite, te contesta que hay que luchar siempre por los sueños, aunque sean imposibles, hay que luchar. Estoy convencida de ello, la gastronomía nos llena el estómago, la lucha alimenta el alma. Aunque es triple campeón del mundo y oro olímpico, dice que no se cansa de ganar. Ganar significa mejora continua, preparación, sudor caliente en los entrenamientos y frío cuando lloras. Estos deportistas no tienen suficientes adjetivos para dignificar su grandeza.
Pero no quería conocer sólo el lado del deportista. Necesitaba saber qué siente un preparador, un trainer que sufre desde fuera lo que los deportistas sufren desde dentro. Comparto charla con Domingo García Pérez, aunque bien podía ser Domingo Sonrisa, siempre sonríe, es eterna. Me cuenta que también fue deportista; que su disciplina es la halterofilia… Participó en los Juegos Paralímpicos de Sydney 2000, quinto en el Europeo de Budapest a finales de los noventa, décimo del mundo en un complicado Mundial en Dubai… Pero lo que le queda a un deportista no son sus puestos, metales o trofeos, a un deportista como Domingo le queda su sonrisa, el saber que las cosas se pueden hacer, todas, las que nos propongamos. Le queda su reminiscencia llena de sensaciones. Hace poco le han dado en Madrid el premio Juan Palau 2016 como mejor técnico-árbitro. Y estos reconocimientos saben a gloria, más incluso que una medalla. La plata, el oro o el bronce, sí, desordenados, los consigue tu esfuerzo; un premio de estas características lo alimenta el altruismo, el trabajo por los demás.
¿No les ha pasado que cuando encuentran a alguien de Córdoba muy lejos de ella sienten una necesidad aplastante de hablar bien de sus monumentos, gastronomía o de sus gentes? Mi consejo es que no esperen a estar fuera para saber hablar bien de ella. Hay que estar orgullosos de ser de Córdoba por tantas razones que podríamos escribir tres artículos más.
Me quedan unos días apasionantes en Río, días de seguir descubriendo y contando sensaciones culinarias, pero les vuelvo a reiterar que aquí una se puede alimentar de ilusión, es lo que más ponen estos deportistas sobre la pista, dentro de la piscina o en el tartán… Y es que la receta de la vida debería ser fácil de cocinar, debería tener ingredientes al alcance de cualquier persona, sin ver sus discapacidades, su género, su religión o color. La receta de la vida debería llevar más cosquillas y menos enojos. La receta de la vida debería aprender del flamenquín, que siempre sale redondo, o del color del salmorejo. Aunque comiendo se entiende la gente, no hay que ser muy lista para entender que la vida puede y tiene que ser maravillosa. El ejemplo de estos deportistas cordobeses así lo atestigua; además, como se suele decir, la vida hay que aprovecharla, ya que no saldrás vivo de ella.
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