La lluvia

La lluvia

Hay cosas que nunca cambian, o que cambian muy poco. Las obras siguen teniendo su público, más del que imaginamos. El poder hipnótico de las hormigoneras, de las grúas articuladas, de las excavadoras. Ese renacer a partir de los escombros, como una metamorfosis de ladrillo y hormigón. Ese mismo poder ejercen los embalses y pantanos, cuando crecen, como ahora ha sucedido. Es época de ver pantanos. Y también de asombrarnos ante esos arroyos recuperados, como nacidos de la nada. Recorrer el puente, el Romano, o el que sea, y alucinar con la corriente, con la fuerza que lleva el agua. Donde antes casi se podía cruzar a pie, ahora es un Misisipi que nos ha llegado por sorpresa. Bueno, por sorpresa, no exactamente, que han sido varios días lloviendo sin parar, como si se fuera a acabar el mundo. Como si hubiera establecido una cita con Noé y su arca.

Una lluvia que ha maltratado a las cofradías, a los nazarenos y costaleros, también a los hoteleros, dueños de bares y demás, pero que vamos a agradecer todos. Todos. Porque el drama de hace bien poco ya no es, borrado por los litros que han caído. El presidente andaluz, Moreno Bonilla, días antes de que comenzara el diluvio, viajó hasta Roma para pedirle al Papa, entre otras cosas, que intercediera ante su “jefe superior” para que la lluvia llegara. Y ha llegado, y de qué manera. El Papa Francisco debe tener hilo directo y buena relación, a tenor de los resultados. Eso sí, habría que decirle a Moreno Bonilla que no insistiera en la visita de su Santidad a Andalucía, porque si a distancia ha conseguido que lloviera de esta manera, no sé hasta dónde podría llegar la cosa con su presencia en nuestra tierra. Mejor no tentar la suerte.

Bromas aparte, la lluvia de los pasados días puede entenderse como un milagro o como ese salvados por la campana, o cuando el nudo más aprieta la garganta. Nos hablaban de restricciones, de determinadas zonas ya sin agua potable en sus grifos, de alarmas, de amenaza cierta. Porque los pantanos cada día menguaban más y los ríos adelgazaban a marchas forzadas.

Empezamos a ver las primeras imágenes de algunos pantanos abriendo sus compuertas, para que miles de litros de agua rabiosa se pierdan. Da la impresión de que no aprendemos las lecciones, que rápidamente olvidamos el tacto de la soga en el cuello y repetimos los errores del pasado, una y otra vez. La solución no puede ser esperar la lluvia, o reclamar que alguien interceda a las alturas para que se obre el milagro. La solución pasa por maximizar y modernizar nuestros recursos, regenerando un sistema que a todas luces está ya obsoleto y que no cumple con su función, de repartir equitativa y satisfactoriamente el agua sin que una gota se pierda. La solución pasa por adoptar comportamientos y hábitos para que el agua tenga dos y tres usos.

Deberíamos haber aprendido que se trata de un bien escaso, que no es una fuente inagotable, infinita, y que de no tomar las debidas medidas y precauciones acabaremos padeciendo las temidas restricciones. Y la sequía, al igual que el periodo de lluvias, es cíclica, y la tendencia es que con el paso del tiempo cada vez sean más duras y extensas, además de frecuentes, la naturaleza nos lo lleva advirtiendo durante décadas. No podemos seguir sin escucharla, porque lo pagaremos muy caro.

Hemos asistido a una lluvia balsámica que nos ha arrancado de las calles, pero que tanto bien nos va a traer. Asomado a la ventana, viendo la lluvia caer, porque esta pasada semana ha continuado, he creído subir de nuevo en el viejo Seat de mi padre para ir a ver pantanos. Apoyados en la baranda, pasábamos varios minutos en silencio, abrumados por la inmensidad de lo que contemplábamos. De eso me he acordado cada vez que he visto una imagen en las redes o en los diarios. Hay cosas que no cambian, esa fascinación por el agua, cuando es incontrolable. El olor a tierra mojada, tampoco espero que cambie. Pero sí que debería cambiar, y radicalmente, la gestión que realizamos del agua. Estamos a tiempo. De momento, la lluvia nos ha dado una tregua.

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